
El gran hall y la escalera de honor dan cuenta del volumen de la obra, donde se destacan las añosas aberturas de madera, los altísimos ventanales decorados y las escaleras anchas que llevan a los pisos superiores, donde una serie de corredores permiten el acceso a las aulas más recónditas. La luminosidad es un sello distintivo de este edificio: los pasillos, los anfiteatros y los salones captan la luz natural casi todo el día, gracias a la infinidad de ventanas ojivales que revisten las cuatro caras de esta construcción.
El edificio se inauguró en 1938, pero todavía no pudede despojarse de las leyendas que nacieron en torno a su aspecto inconcluso y hasta tenebroso...
El mito más conocido es el del suicidio del arquitecto uruguayo Arturo Prins, creador del proyecto, quien habría tomado tan drástica decisión al comprobar la existencia de errores de cálculo en la estructura, lo que haría imposible su finalización. En realidad, sus colegas contemporáneos no comparten esa teoría y, además de aclarar que la obra no se finalizó por problemas económicos vinculados con la crisis mundial del 30, sostienen que no correría ningún peligro de desmoronamiento si se finalizara, ya que es notable la solidez de la construcción.
De más está decir que el revoque exterior hubiera emprolijado y refrescado la actual fachada, apenas rojiza y muy erosionada. Pero, indudablemente, las tres torres –jamás alzadas- con sus rosetones, pináculos y agujas, así como los jardines proyectados hasta la actual Avenida del Libertador, hubiesen diagramado una perfecta apariencia para que este increíble edificio se convirtiera, quizá, en una de las más importantes catedrales de Buenos Aires, lo que habría cambiado por completo su destino.
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